Los valientes duermen solos nº 1096
Vestidas para un baile en la nieve (2018), de Monika Zgustova
«Nacida en Praga, Monika Zgustova reside desde los años ochenta en Barcelona. Traductora, escritora y periodista. Ha llevado a cabo sesenta traducciones, del checo al ruso, de Bohumil Hrabal, Jaroslav Hasek, Václav Havel, Milan Kundera, Ana Ajmatová y Marina Tsvetáieva, entre otros. El septiembre de 2008 viajó a Moscú. Una vez allí, un amigo escritor, Vitali Xentalinski, le ofreció que le acompañase a una reunión de antiguos prisioneros del gulag. No había conocido nunca nadie que hubiese estado encerrado en el gulag. En vez de encontrarse unas sombras sin vida, tal como se había imaginado los exprisioneros, los que acudieron eran mujeres y hombres vitales siendo gente mayor y de medios modestos.» Los valientes duermen solos, miércoles 26 de febrero de 2020.
Vestidas en un baile para la nieve (2018), de Monika Zgustova. Publicado en Barcelona por Galaxia Gutenberg en 2018.
Un poeta tan idealista como Boris Pasternak estaba convencido de que el infierno en que se convirtió la URSS durante el gobierno de Stalin acabaría cediendo y el espíritu noble y creador del pueblo ruso, oculto y oscurecido, saldría de nuevo a la superficie (“acordaos entonces de mí”). No sé hasta qué punto podemos suscribir la profecía de Pasternak porque las consecuencias de los hechos son siempre inmensas y cuesta saber hasta dónde aquella violencia absurda y arbitraria adoptada por el estalinismo marcó la conciencia colectiva del país (aunque el libro de Svetlana Aleksiévich, El fin del ‘homo sovieticus‘ ayuda mucho). En todo caso, el infierno tuvo su fin en los años ochenta. Y los campos de trabajo, creados en 1917 para someter a la población, campos desperdigados por todo el país como un archipiélago de islas feroces, fueron finalmente desmantelados. Para Solzhenitsyn siempre fue un deber moral rescatar y mantener viva la memoria de lo que ocurrió en la URSS, porque costó mucho que Occidente aceptara la tragedia en que la revolución bolchevique sumió a todas las Rusias: todavía hoy muchos jóvenes reaccionan con desprecio y hostilidad cuando se les habla del destrozo humano que significó el Gulag. Sin embargo, las voces del Gulag han sido mayoritariamente masculinas (Solzhenitsyn, Shalámov, Grossman), de modo que es un acierto la propuesta que hace nuestra escritora más eslava, Monika Zgustová, de buscar un cierto equilibrio recuperando los testimonios de nueve mujeres que sobrevivieron a los años de cautiverio en los campos siberianos. La escritora checo-española lo hizode la mano de Shentalinski (el autor de Los archivos de la KGB) quien la puso en contacto con una asociación de antiguos presos del Gulag, zeks en el argot penitenciario. Los nombres de las nueve supervivientes nos son desconocidos, en su mayor parte, pero las historias responden a un patrón común que se abre con la detención inesperada y fortuita, casi siempre de noche y sin tiempo para coger un abrigo, algo de ropa interior, un libro. El arresto partía la vida de los detenidos en dos, porque la gente no solía regresar a sus casas de aquel tránsito impresionante, con parada obligatoria en la temible Lubianka, y cuya motivación muchas veces se ignoraba por completo: una frase, una carta, la sospecha interesada de un vecino, unos pocos rublos de estraperlo, ser la hija de alguien a quien el Estado quería castigar: eso ocurrió con los hijos de Ajmátova y Tsvetáieva, o con la desdichada Olga Ivínskaya, la amante de Pasternak y para muchos el gran amor de su vida. Llegó un momento (1937, el año de la terrible purga) que ya no se requería explicación. Tragar un poco más de aire era motivo suficiente para “una pena de niños”, es decir cinco o seis años en un campo ubicado en el círculo polar con temperaturas de -40 grados, porque lo normal eran las penas entre 15 y 30 años. Las familias quedaban destruidas.
Zgustová incluye el memorable testimonio de la hija de Olga Ivínskaya, Irina Emeliánova, también detenida y enviada a Siberia solo por ser hija de su madre. Irina vive ahora en París, pero mantiene vivo el momento en que se llevaron a Olga, por segunda vez (a la muerte de Pasternak). Al ser enviada de nuevo a Siberia, con cincuenta años, intentó suicidarse: no se veía con fuerzas para soportar otra vez aquel infierno, solo por haber amado a un poeta. Pero lo hizo, y cuando pudo volver a casa era ya una anciana enferma y definitivamente rota. El sufrimiento que transmiten los testimonios abruma y nos golpea en lo más hondo, como siempre lo hace la verdad. Pero es muy interesante la lectura que permiten sus recuerdos. Las nueve mujeres entrevistadas por Zgustová, admiten que aquella vida, pese a todo, tenía sus momentos de luz: ningún funcionario podía ocultar la belleza de un cielo rosado, la bondad de una mirada, el tímido sol que apuntaba en mayo iluminando la tundra después de meses de oscuridad. Las nueve mujeres cuentan cómo exploraron en su interior para encontrar las fuerzas de seguir viviendo. Y mencionan nombres que sí conocemos, como los recuerdos que Susanna Pechuro guarda de Lina Prokófiev, compañera de campo; o bien las poéticas cartas (pues la verdad estaba proscrita) -inéditas hasta donde yo sé- de la hija de Marina Tsvetáieva, condenada a perpetuidad en un campo de trabajo siberiano, dirigidas a Pasternak, quien procuraba sostenerla anímicamente desde Moscú: “Aquí las nubes, le dice Ariadna, a menudo parecen de tu puño y letra, de modo que el cielo es como una página de tus manuscritos”. Las siete largas y bellísimas cartas son, o fueron, propiedad de Ela Markman, compañera de campo de Ariadna Efrón Tsvetáieva, otra de las mujeres que bailaron en la nieve, como Susanna Pechuro. Vestidas para un baile en la nieve es un cruce de biografía y autobiografía, pues es Zgustová quien se implica extraordinariamente en las historias contadas, les da una forma narrativa homogénea y las dota de la luz eslava que las historias requieren. Por momentos yo misma me he sentido parte de aquellas conversaciones transcurridas en 2008 y he sorbido un poco del té cargado y dulce que tanto gusta a los rusos. Incluso he probado una de sus galletas hechas con semilla de amapolas. Aquel mar de sufrimiento se ha convertido gracias a Monika Zgustová en un mar de memoria. Solzhenitsyn se sentiría satisfecho.