LVDS 1095.

By febrero 3, 2020junio 1st, 2024Uncategorized

Los valientes duermen solos nº 1095
Poesia completa, de Ósip Mandelstam

«Si como reacción al simbolismo instalado y complacido aparece el acmeísmo, lo hace no tanto para destronar al rey y ponerse en su sitio, sino para superar una manera de entender la percepción poética sin tener que adscribirse a ningún movimiento futurista, enaltecedor de la modernidad simplemente por razones de novedad tecnológica y diferenciación sociológica. En este sentido, es interesante exponer las opiniones de Mandelstam respecto a esto, sacadas de su artículo La mañana del acmeísmo: «Para los acmeistas, el sentido consciente de la palabra, el logos, tiene la misma forma maravillosa que la música para los simbolistas. Y si en los futuristas la palabra como tal aún se arrastra a cuatro patas, en el acmeísmo adopta por primera vez la más digna posición vertical y penetra a la Edad de Piedra de su existencia. La punta del acmeísmo no es el estilete ni el corte de la navaja de la decadencia. El acmeísmo es para aquellos que, presos del espíritu de construcción, no rechazan cobardemente su propio peso, sino que lo acogen con alegría para aprovechar de forma arquitectural aquello que duerme con su fuerza. Nosotros introducimos lo que es gótico en la relación de las palabras, de la misma manera que Sebastián Bach hizo con la música». Con esto ya queda clara la postura de los acmeístas: Gumiliov, Ajmatova, Gorodetski, Narbut, Zenkevich y Mandelstam, de las reuniones literarias que se hacían en la «Torre» de Viacheslav Ivanov para crear el Taller de Poetas. El marzo de 1912, en una reunión del Taller, Gumiliov dio por nacido el acmeísmo, como punto álgido, madurez, culminación de la poesía.» Los valientes duermen solos, domingo 3 de febrero de 2020. 

Poesía completa, de Ósip Mandelstam. Traducción y edición de Jaume Creus. Publicado en Barcelona por Edicions 1984 en diciembre de 2014. Diseño de Enric Satué.

Ósip Maldestam nació en Varsovia en 1891 y se educó en San Petesburgo. Fue uno de los principales representantes del acmeísmo, movimiento poético que defendía, contra el misticismo y la ambigüedad del simbolismo, la precisión y sobriedad en la poesía. La piedra(1913) y Tristia (1922) constituyen la obra poética de Mandelstam. Es autor también de diversos ensayos, traducciones y novelas. Después de la Revolución sufrió la represión estalinista, y desapareció en 1938 tras ser deportado a Siberia.

En 1996 el historiador Jean Meyer, que por aquel entonces daba los toques finales a su libro Rusia y sus imperios, me pidió que le tradujera del ruso un poema del poeta Osip Mandelstam (Varsovia, 1891-campo transitorio de Vtoraya Rechka, cerca de Vladivostok, 1938). La perestroika estaba todavía cerca y yo había recién publicado una traducción del Réquiem de Anna Ajmátova, uno de los más importantes poemas políticos del siglo XX. El poema que Jean Meyer quería incluir en su libro era el muy conocido “Epigrama contra Stalin”, que empieza con el verso: “Vivimos sin sentir el país a nuestros pies”. Como cualquiera que hubiera vivido en Rusia en aquellos años de fines de los ochenta y principios de los noventa yo conocía muy bien el poema y en más de una ocasión lo había recitado en voz alta, admirado por sus indudables cualidades formales, en particular el verso inicial: My zhibiom pod saboyu nie zhuya strani, palabras de una fuerza casi mágica. Del poema no existía ninguna versión en castellano y la versión en francés que aparecía en el recién publicado libro de Vitali Shentalinski, De los archivos literarios de la KGB, era tan pobre comparada con el bellísimo original ruso que de inmediato comencé a traducir una variante más satisfactoria en el margen de la página. En mi traducción improvisada busqué captar el encanto del poema y a la vez conservar la severa gravedad de sus versos. Trabajé varios días en una versión que Jean Meyer terminó incluyendo en su hoy día muy celebrado libro y que luego clavé sobre mi escritorio. El poema le había costado la vida a Mandelstam y escribirlo había sido un acto de increíble valentía, de arrojo, o más bien de integridad artística. Por años no he dejado de pensar en él, de leer todo lo referente a su creación y más que nada a la reacción terrible de su destinatario. Tan sólo una cosa no me dejaba en paz: a pesar de que lo había traducido con el mayor esmero y paciencia, no había quedado del todo satisfecho con el resultado. El poema no terminaba de cuajar en español, parecía una copia muy pálida del original tan bello y potente, como cincelado en ruso. Esto es porque a diferencia de la obra de un poeta como Joseph Brodsky, a quien también he traducido in extenso, la poesía de Osip Mandelstam es de una concentración asombrosa, poco discursiva. De ahí que me sea virtualmente imposible traducir de manera satisfactoria todas las sonoridades, la riqueza de muchas imágenes que no logran caer o encajar totalmente en la lengua de llegada, el castellano en este caso. En la operación se pierde el aura de significados y alusiones que rodea cada palabra en la versión original, absolutamente transparente para el lector en lengua rusa. Como si de todo un árbol sólo lográramos transplantar las ramas más gruesas y todo su follaje, verde y cambiante, quedara en el territorio de la otra lengua.

Estaba el hecho, además, de que el poema es rimado, como casi toda la poesía rusa, pero escogí verterlo en verso libre escarmentado por los fallidos intentos de tantos traductores que, con más buena voluntad que pericia y con una idea a mi modo de ver equivocada sobre cómo traducir poesía rimada, elaboran versiones que difícilmente funcionan en castellano. En cualquier caso, terminé publicando aquella versión y recibí muchos elogios. Pasaron los años, más de diez y no había vuelto a leer mi versión del epigrama hasta fecha reciente, con vistas a incluirlo en una Antología personal de la poesía rusa que estoy preparando. Tras una atenta relectura no creí posible cambiar ninguna de las soluciones que en su momento hallé para su traducción pero sí consideré pertinente añadirle unos comentarios que buscan transmitir al lector ese halo de significado del que hablo más arriba. He creído además importante y hasta necesario aportar una relación detallada de las circunstancias históricas que rodearon su creación, algo totalmente necesario dadas la personalidad de su creador, la naturaleza del poema en cuestión y las terribles consecuencias que terminó acarreándole. Una última cosa antes de pasar al poema y a los comentarios: como ya dije, en Rusia se le conoce como el “Epigrama contra Stalin”, un nombre que algunos consideran desacertado porque supone una disminución de su importancia. Según algunos, este nombre se trató de una maniobra de los amigos de Mandelstam (entre otros, Boris Pasternak) para equipararlo a esas pequeñas piezas de ocasión que buscan zaherir, satirizar, y que hallaron su máximo exponente en Marcial, el poeta latino del primer siglo después de Cristo. Descrito por un crítico como las dieciséis líneas de una sentencia de muerte, es quizá el más importante poema político del siglo XX, escrito por uno de sus más grandes poetas y contra el que fue, bien podría afirmarse, el más cruel de sus tiranos. Este verso con que el poema comienza no presenta mayor dificultad, en apariencia, que la de trasmitir con absoluta claridad la idea de la vida azarosa de los ciudadanos, el peligro que se respiraba en todo el país. La imagen, sin embargo, se ve amplificada por el verbo que Mandelstam escoge para trasmitir esa sensación y que vertí al castellano como “sentir”, pero que en el original eschuyat, palabra que en su primera acepción arroja olfatear, ventear (para los animales), y que alude a la percepción vaga y periférica de la fiera que ventea al cazador, aporta esa dimensión cinegética. De ahí que la imagen que en ruso proyecta todo el verso es de la de personas que flotan, la zozobra de una existencia que ha perdido la referencia, el suelo debajo; trasmite una clara sensación de urgencia y peligro, de claro acoso.

En la Rusia soviética los ciudadanos han adquirido la costumbre de hablar en voz baja por temor a los oídos ajenos, los padres evitan conversar sobre cualquier tema delicado frente a sus hijos, los amantes temen ser escuchados; las delaciones, como la misma que informará a las autoridades de la existencia del epigrama, están a la orden del día. La costumbre es simple y llanamente salir a la calle para tratar cualquier asunto, hasta los de escasa importancia. Cuando Sir Isaiah Berlin visita a Anna Ajmátova en el Leningrado de la posguerra, al comienzo mismo de la entrevista la poeta le señala el techo en señal de que podrían estar escuchándolos. En Contra toda esperanza, las memorias de Nadiezhda Mandelstam, viuda de Osip, el poeta cuenta cómo en cierta ocasión, tras un viaje a provincia, encontró que en todo Moscú los teléfonos habían sido cubiertos con almohadas porque se había corrido la voz de que servían como terminales de escucha. Algo imposible, en realidad, para el desarrollo tecnológico de la época, pero otras memorias, Avec Staline dans le Kremlin, de Boris Bazhanov, ex secretario de Stalin que desertó en 1929, cuentan cómo, dentro del Kremlin, Stalin había hecho instalar una pequeña central personal que le permitía escuchar las conversaciones de los otros líderes comunistas. Una tarde Bazhanov, que no sospechaba de la existencia de aquella habitación, abrió la puerta equivocada y encontró a Stalin escuchando absorto, con los audífonos puestos, alguna conversación entre los líderes del partido, los contados que tenían el privilegio de vivir en el Kremlin. Esta visión precipita la fuga de Bazhanov por la frontera con Irán, en 1929, a pie. En el original, literalmente: “cuando alcanza para media conversación”. Otra variante podría ser “cuando nos animamos a una pequeña conversación” (rasgoborets). El “alcanza” (jvatit), que traduzco por “nos animamos”, alude aquí tanto a la prisa, la falta de tiempo, como al miedo que agarrota a todos. En 1934, de visita en casa de Pasternak, Mandelstam no puede evitar leer el epigrama, que acaba de escribir. Es un acto de total insensatez, toda vez que a la velada habían asistido personas que no tardaron en delatar la lectura. Una persona muy cercana a ambos, Emma Gerstein, cuenta en sus Memorias otra sesión en la que estaba presente el hijo de Nikolái Gumiliov, Lev, que también pasaría muchos años en el gulag. Aquel comportamiento a todas luces suicida de Mandelstam tenía, sin embargo, otra explicación: antes de escribir sus poemas, los componía en la cabeza, y sólo cuando estaban ya listos, tras un largo proceso que más recuerda los afanes del Jaromir Hladík de “El milagro secreto”, el cuento de Jorge Luis Borges, los ponía en papel, casi frente al pelotón de fusilamiento. Mandelstam además sabía que el epigrama era un poema que jamás sería publicado y buscaba dejarlo “registrado” en la mayor cantidad de mentes para evitar así que desapareciera con su muerte, que seguramente él adivinaba próxima. En el original, literalmente: “sale a relucir”, lo “mientan” (pripomniat)… ¿Gozaba Stalin de esa ciega admiración popular que todavía muchos le atribuyen en aquellos años anteriores al Gran Terror y a los Procesos de Moscú? El verbo utilizado, pripomniat, comporta un dejo de fastidio. Se le dice a alguien: “¡te lo recordaré!” (ya tebie pripomniu!), en el sentido de “me las pagarás”, “me las cobraré”. No es sólo que se recuerde al dictador, sino que es un recuerdo quejoso.

A Pasternak se lo había recitado también en privado y con anterioridad durante un paseo por un Moscú invernal. La respuesta de Pasternak, siempre más cauteloso y astuto (moriría en su cama, en la privilegiada villa para escritores de Peredelkino), fue, literalmente: “Lo que me ha leído usted no tiene relación alguna ni con la literatura ni con la poesía. No es un hecho literario sino un acto suicida que no apruebo y del cual no quiero tomar parte. Usted no me ha leído nada y yo no escuché nada, y le pido que tampoco se lo lea a nadie más.” El poeta, sin embargo, sí lo hizo y, como hemos visto, en más de una ocasión. Un memorialista lo acusa de haberlo hecho movido por un odio terrible hacia Stalin. Para un intelectual de la vieja escuela como Mandelstam (graduado del mismo elitista Colegio Tenishev al que asistió el niño Vova –diminutivo de Vladimir– Nabokov), la imagen de un georgiano, un “montañés” (goriets), en el Kremlin es señal de absoluta extrañeza y asilvestramiento. Las personas que ocupan los altos puestos del gobierno en la Rusia Soviética son de muy bastos modales, poco menos que campesinos. En 1921, cuando unos amigos van a interceder por la vida del poeta Nikolái Gumiliov (el primer esposo de Anna Ajmátova, acusado falsamente de participar en una conspiración monárquica y fusilado por ello), les sorprende descubrir, en el juez de instrucción que llevaba el caso –el “comisario” de la Cheka según la terminología revolucionaria–, el aspecto y los modales de un tendero de la época zarista. Dice el memorialista que, al confesarles que no había nada que él pudiera hacer para salvar la vida del poeta, movió las manos con la suavidad de “quien mide o aquilata la calidad de un paño”. Y, sin embargo, lo que tenía en sus manos era la vida de Nikolái Gumiliov. El “gran” poeta de la época, vate ensalzado por la propaganda oficial, no era Vladimir Maiakovski ni ninguno de los otros tres grandes titanes del siglo XX ruso: Marina Tsvetáeva, Boris Pasternak o Anna Ajmátova. El gran bardo proletario respondía al nombre de Demián Biedny, Demián “el Pobre”, y era un hábil rimador de coplas partidistas cuya popularidad era inmensa. Su posición dentro de la jerarquía soviética era tal que tenía apartamento en el Kremlin, donde, según otro memorialista, pagaba sus deudas de incorregible jugador de cartas con pedacería de oro que cortaba con un alicate y pesaba en una pequeña balanza sobre el paño verde de la mesa. Vecino, en consecuencia, de Iósif Stalin, este tomaba a veces libros prestados de la biblioteca del falso poeta obrero, libros que luego devolvía, se había quejado Demián a un colega, “con huellas de sus grasientos dedos en las páginas”. Mandelstam parece haber conocido la anécdota y metamorfoseó los dedos de Stalin en “gusanos grasientos”. En el original, literalmente: “Y sus palabras como pesas de un pud, certeras.” Durante toda su vida Stalin, que recibió instrucción en un seminario ortodoxo en Tiflis (el actual Tbilisi), conservó un marcado acento georgiano. Hablaba escogiendo las palabras de una lengua que llegó a manejar con soltura, el ruso, pero que nunca dejó de serle extranjera. Dentro de los acentos que un ruso distingue con facilidad, el georgiano destaca particularmente por su pesadez. Son innumerables los chistes basados en la pronunciación de los georgianos, dura y poco sensible a los múltiples fonemas de la lengua rusa. Esas pesas de un pud provocan en mí este otro recuerdo: en mis primeros años de estudiante en Rusia solía ejercitarme por las mañanas con una de esas pesas de un pud, una antigua medida rusa que equivale a unos dieciséis kilos. De hierro colado y un diseño que se remonta al XIX y al furor de la gimnasia suiza, terminan en una especie de asa por la que se las levanta con una sola mano, la derecha, la izquierda, cuidando, temiendo, no dejarlas caer en un pie. Hoy ya no se venden, desplazadas por mancuernas occidentales, cromadas y de discos intercambiables. En el original, literalmente: “Ríen sus bigototes de cucaracha”. Imagen infantil que con toda probabilidad alude al muy conocido poema para niños de Kornéi Chukovski, en el que una “bigotuda cucarachota” (usati tarakanishe) mantiene aterrorizados a los animales del bosque hasta que un “valiente gorrión” se planta frente a ella y la engulle de un picotazo.

Encuentro una confirmación de esta suposición mía en El cielo de la Kolyma, las invaluables memorias de Evguenia Ginzburg. Un día, cuenta Ginzburg, comenzó a leerles ese poema a los niños a su cargo en el jardín de infantes donde trabajaba en la lejana provincia de Magadán. Un colega, al escuchar sobre “la terrible bigotuda cucarachota”, comprendió horrorizado cuál podía ser la “lectura” de aquel pasaje y a punto estuvo de denunciarla por leerles ese poema a los niños. Como es un poema que todavía hoy memorizan los niños de toda Rusia, la lectura de este verso pasa, invariablemente, por estelocus de la memoria, una imagen a la vez cómica y terrible. El atuendo de Lenin, el chalequito de burgués suizo en el que afinca sus pulgares la mañana de 3 de abril de 1917 cuando arenga a la multitud frente a la estación de Finlandia, es demostrativamente el de un hombre pacífico, un civil. Fue León Trotski quien, en 1918, en plena guerra entre Blancos y Rojos, se hizo fotografiar con un atuendo de cuero y correajes que escandalizó a Moses Nappelbaum, retratista de la Perspectiva Nevski. A Nappelbaum, autor de célebres retratos de la élite petersburguesa, entre los que se encuentran el de la propia Anna Ajmátova, aquello le pareció –y en efecto lo había sido hasta la fecha– un ridículo traje de chauffeur, impropio para un líder de la Revolución Mundial. Mandelstam utiliza sbrod, que aquí traduzco por “chusma”, término despectivo e injuriante. Según el crítico ruso Benedict Sarnov, este verso casi seguro le prolongó la vida a Osip Mandelstam. Las primeras personas que escucharon, aterrorizadas, el epigrama pensaron que el arresto y fusilamiento de Mandelstam era inminente. En lugar de ello, Stalin ordenó una medida leve de entre el arsenal punitivo soviético: “exilio administrativo” a la ciudad de Cherdin, a la que se le permitió viajar acompañado por su esposa. Luego, la medida sería suavizada todavía más cuando, en 1935, les permitieron trasladarse a Voronezh, pequeña ciudad provincial en el sur de Rusia, de clima más templado. Stalin, siempre según Sarnov, le otorgó un plazo al poeta para que escribiera un poema dedicado a su persona. “Stalin sabía perfectamente que la opinión que de él tendrían las generaciones futuras dependería en alto grado de lo que sobre él escribieran los poetas.” Más aún tratándose de Mandelstam, tan sagaz que había llegado a entender el tipo de personas, “caciques de cuello extrafino”, que rodeaba al dictador y de qué manera él, Stalin, jugaba con ellos, los dominaba. Tanta penetración, tan sutil compresión de la vida del líder, parece haber impresionado a Stalin. Esto quizás explique la insistencia con que, durante una célebre conversación telefónica (véase comentario al siguiente verso), Stalin le pregunta a Pasternak si Mandelstam podría ser considerado un “verdadero maestro”. Su pregunta fue: “¿Pero es o no un maestro?” La verdad sea dicha, Stalin demostró ser un psicólogo no menos fino y penetrante que el poeta (lo que, por otra parte, no debe extrañarnos). Efectivamente, en la ciudad de Voronezh, Mandelstam terminó escribiendo una triste Oda a Stalin, en enero de 1937, y a la que J.M. Coetzee le ha dedicado un interesante ensayo (en “Osip Mandelstam and the Stalin Ode”, de su libro Giving Offense / Essays on Censorship). En la oda figura este verso: “Me gustaría llamarte no Stalin, sino Yugashvili.” Es decir, recurriendo no a su pseudónimo oficial, partidista, sino a su nombre de cuna, más humano, acercándose a él por su parte más suave, rescatable. Un “encargo” semejante le fue hecho a Mijaíl Bulgákov, que también dedicaría casi un año, al final de su vida, ya mortalmente enfermo, a escribir la obra teatral Batum, pieza sobre la juventud heroica del joven Yugashvili y que transcurre en el Bakú prerrevolucionario. Pasternak, un tanto más sutil, llegó a enviarle a Stalin, durante las exequias de su esposa Nadezhda Alliluyeva, un telegrama que fue publicado en la Gaceta Literaria y que algunos consideran que lo salvó de ir a dar al gulag: “Me uno al sentimiento de mis camaradas. La víspera profunda y tenazmente la pasé pensando en Stalin, como artista, por primera vez.” Es decir, le hizo la velada promesa de que algún día usaría su talento para dejar una imagen “humana” o literaria del dictador… Permítaseme aquí esta otra digresión biográfica que ilustra a través de qué prisma vivencial leo también este poema: muchos años después, cuando estudiaba en la más grande universidad técnica de Siberia, en la profunda retaguardia soviética, conversé en uno de sus salones de conferencia por primera vez y durante media hora con el hijo de Lev Kámenev, uno de aquellos caudillos, fusilado en 1936. Había vivido todos esos años bajo un apellido falso, Glebov, y en aquel invierno aún no había salido de su relativo anonimato. No tenía, constato ahora de memoria, el cuello fino al que hace alusión Mandelstam y sí la nuca calva y llena de pliegues de un gospodin profesor. De baja estatura y regordete, fumaba incesantemente en el auditorio, algo que estaba estrictamente prohibido. Brillante profesor de filosofía, hablé con él, lo recuerdo muy bien, de la Estética de Aristóteles. A fines de los ochenta recuperó su apellido verdadero y llegué a verlo dando entrevistas en la televisión sobre su padre y sobre sí mismo, siempre cigarrillo en mano.

La urss de los años treinta conoció el florecimiento y la expansión de un complicado sistema de patronazgo entre altos mandos del partido y la élite intelectual, como lo cuenta Sheila Fitzpatrick en su Everyday Stalinism, un libro de 1999. Era frecuente que los escritores y poetas asistieran a los “salones” de la nueva clase gobernante. Fue el caso de la amistad que unió a Nikolái Bujarin, el “preferido del partido”, y los Mandelstam. Bujarin es uno de los que al estallar el asunto del epigrama interfiere primero y recula luego asustado al comprender la magnitud de la afrenta que se ha infligido al temible dictador. Escribirle a Stalin, acudir directamente a él para que dirima un asunto como aquel, de persecución política o encarcelamiento, se había convertido en costumbre entre los escritores soviéticos caídos en desgracia. En 1931 le había escrito Evgueni Zamiatin, autor de la célebre distopía Nosotros (1921), precursora del Brave New World de Aldous Huxley y de 1984 de George Orwell. Zamiatin le pidió permiso para emigrar, que le fue otorgado. Mijaíl Bulgákov le escribe con igual solicitud: que lo dejen irse al extranjero en compañía de su esposa, y, sin embargo, la petición le es negada. Curiosamente, en el caso de Mandelstam, es el propio Iósif Stalin quien decide llamar a Pasternak con la clara intención de interceder por el poeta, y hasta llega a echarle en cara a Pasternak que sus colegas no hayan hecho nada luego de su arresto para salvarlo. Ocurre entonces la célebre conversación entre ambos en la que el dictador, por sobre todas las cosas, quiere saber la opinión de Pasternak y la de todo el gremio de escritores sobre la poesía de Mandelstam. La conversación tiene lugar a las 2 de la mañana. Pasternak está en su dacha. Suena el timbre. Levanta el teléfono. La Rusia de 1933 todavía no conoce, lógicamente, los Grandes Procesos de Moscú que se iniciarían a partir de 1936 y se celebrarán hasta 1939, con la mayoría de aquellos “caciques de cuello extrafino” en el banquillo de los acusados. Tampoco conoce el espectáculo de autoinculpación que ofrecerán los ex líderes bolcheviques, acusados de todos los crímenes imaginables. La descripción de Mandelstam se adelanta con prodigiosa exactitud: más de uno lloró al escuchar la sentencia y de rodillas imploraron perdón a Stalin y al partido. Cuando hacen prisionero a Mandelstam, la noche del 13 de mayo de 1934, la NKVD todavía no cuenta con una versión definitiva del poema, o bien las distintas personas que lo han delatado lo recuerdan de manera diferente, en particular el último verso. El juez de instrucción le pide al poeta que le escriba la versión autorizada del poema, a lo que este accede amablemente. Escogí traducir “campea tonante” por babachit, un neologismo, un verbo inexistente, que sin embargo no presenta dificultad alguna para el ruso parlante por ser una expresión onomatopéyica, ba-ba-ba-chit, es decir, zumba con voz tonante, habla con voz fuerte, de jefe. En una primera acepción tykat es también “señalar con el dedo”, “meter por los ojos”, tratar a alguien de manera familiar y desconsiderada. De modo que el sentido se mueve entre estas dos acepciones. En Rusia es raro que los desconocidos se tuteen y en una primera presentación la etiqueta exige el más riguroso uso del usted. El tuteo es prerrogativa de los barrenderos o de los altos jefes. En un altercado callejero, el tuteo es percibido de inmediato como una violentísima agresión. Mandelstam lo utiliza aquí como muestra del maltrato al que Stalin somete a sus subordinados. La palabra para decreto es la rusa ukaz, de amplio uso también en Occidente, y nombra una orden sin apelación y de aplicación inmediata. La imagen de que se forjan como herraduras remite a la frase rusa, más cotidiana, “hacer algo como quien hornea blynis o blintzes”, es decir, rápidamente y sin pensar. Lo que transmite la banalización del acto del gobernar. En 1929 Stalin cree llegado el momento de cinchar apretadamente el inmenso país, despojarlo del apéndice inútil del capitalismo. Evgueni Preobrazhenski, el célebre economista, teoriza sobre cómo usar la riqueza que el campesinado había acumulado en aquellos años de mayor libertad como plataforma para el despegue industrial del país. La colectivización forzada genera un rechazo generalizado, el campesinado se resiste fieramente, y Stalin lanza una campaña de terror que buscará romperle el espinazo a la Rusia campesina. Al menos seis millones de campesinos ucranianos mueren de hambre en aldeas acordonadas por el ejército mientras el país cumple sus compromisos de exportación de granos. Las ciudades se llenan de fugitivos que cuentan el horror. Para 1934 está claro que el país vive bajo la tiranía de un Estado policial, comparado con el cual la Rusia de los zares, tan denostada por la generación anterior de intelectuales, puede ser vista como el más benigno y magnánimo de los regímenes. Los decretos de ese emperador de pacotilla tienen, sin embargo, un efecto mortal. La banalización de la muerte, también. El acercamiento, o el zoom in, para decirlo recurriendo a una terminología del cine, con que el poeta muestra las partes del cuerpo donde van cayendo las herraduras ucases tiene el efecto de esos close ups en El acorazado Potemkin de Eisenstein, en que se muestra también, para mayor impacto de la escena, la pupila enorme tras el cristal de unos quevedos, la boca abierta en un grito, el rictus de un rostro que ocupa toda la pantalla. Mandelstam, un poeta de honda inspiración lírica, no había escrito poesía ensalzando la Revolución, a diferencia de otros que se dejaron llevar por el entusiasmo y saludaron con apasionamiento el advenimiento de Octubre. Alexander Blok fue uno de ellos y llegó a publicar su poema “Los doce”, en que celebra el triunfo revolucionario con imágenes pletóricas de simbología evangélica. Vladimir Maiakovski, por su parte, creyó hallar en la Revolución la apoteosis de la estética futurista que había moldeado sus versos de “vocinglero jefe”, como se llama a sí mismo en su elegía “A plena voz”. No tardaría en darse cuenta de que en la Rusia de Stalin pronto quedaría aquella sola voz tonante… Para el momento en que el destino lo pone en rumbo de colisión con Stalin, Mandelstam ha publicado un número de libros, ninguno de tónica política, de tan alto valor poético que toda Rusia –o al menos ese uno por ciento de lectores de poesía del que hablaba Joseph Brodsky– lo tiene por un Maestro, con mayúscula.

A mediados de los setenta Lev Razgón, un sobreviviente del gulag y autor de las implacables memorias Nepridumannoye [“de la vida real”; en inglés, True Stories], fue internado en una clínica moscovita por un padecimiento cardiaco. Uno de sus vecinos de sala es un ex oficial, hombre amable con los otros pacientes y en particular con el escritor, a quien asiste solícito. A Razgón, con quien hace buenas migas, termina contándole algo que jamás había confesado a nadie: su labor como miembro de una de las miles de brigadas de ejecutores que operaron en la urss en la década de los treinta. Razgón escucha anonadado sobre los cien gramos de vodka que tomaban los verdugos al comenzar la noche, sobre los camiones cargados de prisioneros que eran llevados a bosques en las afueras, sobre los gritos de las mujeres al borde del foso, los vivas al partido de algunos hombres, el tiro en la nuca, el puntapié que le propinaban a la víctima para hacerla caer en el foso al tiempo que apretaban el gatillo porque las esposas de los verdugos estaban cansadas de lavar sus guerreras salpicadas de sangre… Muchos camiones durante toda la noche, por toda la urss. Siete millones de 1934 a 1941. La espeluznante cifra de un millón de ejecutados por año. En el original: es para él frambuesa, palabra que tiene aquí una profunda connotación criminal, del bajo mundo; en el argot ruso, malina (“frambuesa”; el seto de las frambuesas, malinovka) se usa para referirse a la corporación de delincuentes, la guarida desde donde perpetran sus crímenes. Mandelstam apunta también aquí a la singular simbiosis entre el mundo criminal y bolchevique, transmite al lector el impulso de venganza, de ajuste de cuentas, del mundo lumpen con que se alía, desde el mismo comienzo, el bolchevismo. No hay memorialista del gulag que no mencione el uso de los comunes en los campos contra los del artículo 58, los “políticos”, acusados de traición a la patria. Los comunes no compartían el pecado original de ser “enemigos de clase” y, por lo tanto, podían ser “reeducados”, desempeñaban labores ligeras, de intendencia: cocineros, celadores, o en las casas de baño, en Siberia, donde el calor es de por sí un privilegio. En el original, simplemente: “Y su amplio pecho…” Delgado, de escasos 168 centímetros, con el rostro picado de viruelas, y un brazo semiparalizado por la polio con el que sostenía siempre su pipa, Stalin decepcionaba a las personas que tenían ocasión de verlo en persona y que esperaban encontrarse al coloso que sugerían sus dobles de granito y piedra erigidos por toda la urss. Para Mandelstam, ese amplio pecho que se alegra es un pecho no humano, de hierro, dentro del cual, como en el interior de los toros de bronces minoicos, bramaban los millones de sus víctimas. ¿Era Iósif Yugashvili georgiano u oseta, de Osetia, la pequeña república del Cáucaso vecina de Georgia? Stalin era considerado oficialmente un georgiano, porque los osetas son tenidos por un pueblo de temperamento más violento, gente menos refinada. Curiosamente, estos dos últimos versos no convencían del todo a Mandelstam y es increíble que un hecho tan alejado de la política como la perfección de esta última línea ocupara su mente durante aquellas sesiones suicidas de lectura en voz alta. Se le recuerda diciendo: “Debo quitarlos, no me parecen buenos. Me suenan a Tsvetáeva.” No le dio tiempo, sin embargo, y quedaron en la memoria de quienes lo escucharon. Muchos años después, ya en tiempos de la perestroika, cuando Vitali Shentalinski encontró la versión manuscrita de puño y letra del poeta en los archivos de la KGB, no halló divergencias con las versiones que se habían leído en samizdat por toda la URSS. El poema había quedado grabado fielmente en la memoria de quienes lo habían escuchado en el lejano 1934. ~

 

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