Los valientes duermen solos nº 1093
Valparaíso, Chile (1963), de Sergio Larrain
«Pequeños mundos de Valparaíso, abandonados, sin razón y sin tiempo, como cajones que alguna vez quedaron en el fondo de una bodega y que nadie más reclamó, y no se sabe de dónde vinieron, ni saldrán jamás de sus límites. Sergio Larrain fue admirado por no poco de sus colegas, de Henri Cartier-Bresson, que le felicitó el ingreso en la agencia Magnum, a Bernard Plossu, pasando por René Burri, Roberto Bolaño, que puso su talento literario al servicio de las imágenes de su compatriota Neruda.» Los valientes duermen solos, miércoles 28 de enero de 2020.
En 1959, la agencia Magnum encargó al fotógrafo chileno Sergio Larraín una misión casi imposible: fotografiar al temido capo mafioso Giuseppe Genco Russo. Larraín viajó a Sicilia con su cámara Leica en el bolsillo y recorrió todos los rincones de la isla a lo largo de tres meses sin encontrar al prófugo. Durante la búsqueda, registró a niñas jugando en corro, niños subidos a árboles, una viuda que se cubre el rostro con un velo negro en un funeral, calles de piedra cruzadas por hombres en burro. Esas imágenes están expuestas hoy en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires, pero también, protegida detrás de una vitrina, destaca una de las fotografías que sacó al Don mientras descansaba en un diván. Larraín no sólo dio con Russo. Logró ganarse su confianza, que lo invitase a su mesa y frecuentarlo durante dos semanas sin sacar la cámara. Cuando lo hizo, primero para retratar los objetos de la casa y después apuntar contra el mafioso de la Cosa Nostra, éste le preguntó por qué le tomaba tantas fotografías. «Porque después hay que seleccionar la mejor para mi álbum de los recuerdos», le contestó. Russo se tragó la respuesta y se puso un traje y un sombrero para la siguiente toma. Larraín abandonó el pueblo de Caltanissetta al día siguiente y, poco después, esas imágenes dieron la vuelta al mundo.
Antes de hacer bajar la guardia a Russo, el fotógrafo también logró familiarizarse con los niños de la calle que vivían a orillas del río Mapocho, en Santiago de Chile. Con planos inusuales -contrapicados, imágenes tomadas a ras de suelo, encuadres cortados- Larraín retrató y filmó a los menores sin techo: sus pies dormidos sobre alcantarillas, reunidos en círculo mientras cocinan, junto a perros, con la mirada fija en la cámara. Ese trabajo, realizado en 1957, llamó la atención del Museo de Arte Moderno de Nueva York, que le compró dos fotografías, y fue el puntapié inicial de su carrera. Las fotografías de estos niños son también el arranque de la retrospectiva inaugurada anoche en Buenos Aires. Muchas de sus fotografías son obras maestras, que requieren una mirada atenta para captar todos los detalles. El más famoso lo descubrió en el cuarto oscuro. Cuando revelaba imágenes sacadas en los alrededores de Notre Dame, se dio cuenta que en el fondo de una de ellas había una pareja que mantenía relaciones sexuales contra una pared. Se lo contó a Julio Cortázar y la historia inspiró al argentino para escribir el cuento Las babas del diablo, que después sería la semilla para la película Blow-up, de Michelangelo Antonioni.
Apadrinado por Henri Cartier-Bresson, a finales de los sesenta Larraín había alcanzado fama mundial, pero decidió abandonar de golpe el Olimpo fotográfico. En 1970, quemó numerosos negativos de su obra, rompió con Magnum y se recluyó en un pequeño pueblo precordillerano del norte de Chile para dedicarse a la pintura y a la meditación. Nadie consiguió hacerlo cambiar de opinión. En 1999,tras una exitosa muestra en el IVAM valenciano, prohibió incluso que sus fotografías formaran parte de otra muestra y mantuvo al veto hasta pocos meses antes de su muerte, en 2012, cuando tenía 81 años. «El misticismo de Larraín se ve ya en sus fotografías», dice Emmanuelle Hascoet, representante de Magnum y responsable del montaje. La retrospectiva, que se inauguró por primera vez en Francia en 2013, fue posible gracias al tesón de Agnés Sire, exdirectora de arte de Magnum. Junto a otro gran fotógrafo de la agencia, Josef Koudelka, dedicó años a rastrear el material fotográfico de Larraín que sobrevivió a la destrucción y comenzó una relación epistolar con él que se mantuvo durante tres décadas. Hascoet defiende que, a diferencia de lo que ha instalado el mito, Larraín no abandonó del todo la fotografía. En 1982, el maestro mandó una breve carta a un sobrino que le había pedido consejo. «El juego es partir a la aventura, como un velero, soltar velas», le escribió. «Vagar y vagar por partes desconocidas y sentarse cuando uno está cansado bajo el árbol, comprar un plátano o unos panes y así tomar un tren, ir a una parte que a uno le tinque, y mirar, dibujar también, y mirar. Salirse del mundo conocido, entrar en lo que nunca has visto, dejarse llevar por el gusto, mucho ir de una parte a otra, por donde te vaya tincando. De a poco vas encontrando cosas y te van viniendo imágenes», le dijo. Larraín cazaba momentos únicos. Más de medio siglo después, sus fotografías mantienen intacto el magnetismo.