Los valientes duermen solos nº 680
Christine Lavant
Christine Thonhauser (4 de julio de 1915 enGross-Edling, Austria –7 de junio de 1973 en Wolsberg, Austria)
“Christine Lavant escribió su libro en 1946, 11 años después de la experiencia que narra y en el marco de un periodo de intensa productividad que arrojó otras dos novelas; de las tres, sólo estas Notas desde un manicomio permanecieron inéditas hasta mucho después de su muerte en 1973.”
Antes de ello, y tan sólo unos pocos años después de que Lavant se internase, la Anexión incorporó a Austria a los programas de eutanasia de los genetistas del Tercer Reich y las mujeres sobre las que la autora escribe en este libro fueron asesinadas por los mismos médicos que aparecen en él, en nombre de la obediencia a las autoridades y al progreso. “Escribo esto con palabras corrientes”, admite Lavant, “y en realidad debería romper las paredes piedra a piedra y lanzarlas contra el cielo. Christine Lavant nació en un pueblecito de Carintia, San Esteban, en el valle del Lavant, de donde tomaría posteriormente su pseudónimo. La autora pasó la mayor parte de su vida en su pequeño pueblo, donde había nacido como novena hija de una familia de mineros. Introvertida, rodeada por la pobreza y la enfermedad, se ganaba la vida tejiendo. Fue honrada con numerosos premios literarios, entre ellos el Premio Nacional de Literatura de Austria en 1970, tres años antes de su muerte.
Bibliografía selecta
Notas desde un manicomio (Errata Natuare, Madrid, junio de 2018. título original: Aufzeichnungen aus dem Irrenhaus © Wallstein Verlag, Göttingen. Traducción de Nieves Trabanco. FA imagen de portada: Kurt Hutton / Picture Post / Getty Images maquetación: Sara Pintado. Impreso en Kadmos
Material de prensa: presentación, notas y cronología
«Nadie entiende mis palabras”, dice una mujer en su delirio; otra grita (“¡Maldita sea Austria! ¡Maldito sea el zar de Rusia! Asesinaron a mi marido, a mi maravilloso, orgulloso marido”); a una joven la fuerzan a alimentarse introduciéndole un tubo por la nariz; una mujer mayor se pasa el día bordando (no está “loca”, pero su esposo se ha ido con otra y no tiene dónde ir); una última sólo pide que la maten. “Aquí se elevan hasta el infinito montañas de sufrimiento”, dice la narradora. Christine Lavant (en realidad, Thonhauser) tenía 20 años cuando ingresó en el hospital psiquiátrico de Klagenfurt, en 1935; era la novena hija de una familia de mineros y se ganaba la vida tejiendo; iba a convertirse en una de las poetas más importantes de Austria, pero en ese momento nadie lo sabía, ni siquiera ella: había intentado quitarse la vida con arsénico.
Varias publicaciones recientes y el interés sostenido por el arte outsider o brutparecen poner de manifiesto que nuestra sociedad comienza a aceptar que los discursos de la enfermedad mental son susceptibles de poseer verdad y belleza. Notas desde un manicomio es el relato de las seis semanas que Lavant pasó en el hospital en Klagenfurt y tiene ambas, pero se diferencia de otros textos sobre (y desde) el tema en el hecho de que, sin dejar de narrar su padecimiento (del que es síntoma), su autora fue capaz de comprender la figura que se ocultaba en el tapiz del encierro hospitalario de las “locas”, cuya condición de pacientes era doble: por una parte, las mujeres encerradas se hallaban bajo atención médica; por otra, debían ocultar su enfermedad porque su manifestación, escribe Lavant, “es algo que el médico jefe no soporta”. Lavant expone sucinta pero brillantemente cómo el hospital psiquiátrico reproduce un orden del que todos son víctimas, en particular si (como en su caso) se es mujer y pobre
Lavant expone sucinta pero brillantemente cómo el hospital psiquiátrico reproduce un orden del que todos son víctimas, en particular si (como en su caso) se es mujer y pobre. Un médico le sugiere que “tiene que buscarse un novio” y la describe como “un ejemplo disuasorio de lo que sucede cuando los hijos de los trabajadores leen novelas en lugar de aprender un trabajo honrado”. Una enfermera pretende animarla recomendándole que deje la poesía para otros: “Cuando el médico te haga entrar en razón, pasado uno o dos años, te alegrarás si consigues que una señora te adiestre para hacer las faenas domésticas”, le dice. La narradora tiene la astucia del subordinado para comprender que su “enfermedad” es el orden social, pero no es una revolucionaria y no tiene medios para ponerle fin: cuando abandona el hospital no está ni siquiera un poco menos enferma, pero se dice: “Que el diablo se lleve a quien diga o escriba una sola burla sobre alguien que vive en la pobreza”.
Ésta es la historia de muchas opresiones y de una insurrección. Es también la historia de una rendición. Es, al fin y al cabo, la historia de una mujer pobre, sin recursos, que quiere —que necesita— dedicarse a leer y escribir. De una mujer que no será, como se espera de ella, ni esposa, ni madre: será poeta. Nietzsche decía que quien más sufre exige con la mayor intensidad la belleza, la produce; y bien podría estar hablando de este libro. En él, Christine Lavant, una de las poetas austriacas más admiradas, pero secretas, del siglo xx, narra su estadía voluntaria de un mes y medio en el Hospital Psiquiátrico de Klagenfurt en 1935. Lavant no escribió este fulgurante texto hasta 1946, once años más tarde, y no consintió en publicarlo mientras vivía porque era demasiado personal: en él registra su fallido intento de suicidio, su insomnio, la convivencia con sus excéntricas compañeras, la autoritaria presencia de los médicos y su lucha diaria por sobrevivir escribiendo. Con una prosa exquisita, íntima y exacta, estas páginas tienen una desgarradora potencia.
Thomas Bernhard, gran admirador de Lavant, se refirió a su trabajo como testimonio fundamental de un «mundo destruido».
Escribo esto con palabras corrientes, lo escribo como cualquier otra cosa, y en realidad debería romper las paredes piedra a piedra y lanzarlas una a una contra el cielo para que alguien se diera cuenta de que aquí abajo tiene obligaciones. Quizá me condene a mí misma con estas palabras, pero a mí me corresponde escribirlas.
¿Qué esperaba? ¿Curarme? ¿Pensaba realmente que cierta cantidad de arsénico tomada con regularidad daría sentido a mi vida? ¿Que aquí podrían volverme hermosa, o al menos valiente y feliz? Claro que no lo creí ni un segundo, pero ¿adónde debía ir después de algo tan horrible y fallido? Treinta pastillas, un sueño parecido a la muerte durante tres días y cuatro noches para volver luego a despertar y que todo siga inmutable a mi alrededor, además del rostro de mi madre, mudo e inexpresivo, y de mis hermanas.