Los valientes duermen solos. Sueño nº 794
Cecilia Vicuna
“…VALORES ANCESTRALES…”
«…Lo que inspiró el proceso fue el fracaso producido en la Conferencia sobre Cambio Climático (COP20) organizada en Lima por las Naciones Unidas en diciembre del año pasado. Las autoridades de los 126 países no llegaron a un acuerdo sobre qué medidas tomar, quedando resuelto presentar propuestas concretas dentro de un año. En esa línea, Cecilia Vicuña, indica que pretende generar una reflexión que lleve al público a los valores ancestrales. “Hacer un llamado a resistir desde la belleza para transformar la conciencia humana, que en estos momentos está permitiendo la destrucción del planeta. Me propongo un regreso a la cultura de amor al agua, que es el amor a la vida. Entonces, otra cosa que es tradicional en la cultura andina es la unión del agua y la voz, hilo de vida, entonces el elemento del cual depende la vida del planeta, y sin embargo es el elemento más amenazado”…»
Bibliografía selecta y material de prensa: presentación, notas y cronología
La obra visual de Cecilia Vicuña ha experimentado un sonoro boom en los últimos meses. Residente de la ciudad de Nueva York desde principios de los ochenta, donde ha publicado parte considerable de sus más de veinte libros y donde forma parte de la escena de poetas/performers experimentales, Cecilia Vicuña exhibe el amplio espectro de una obra creada desde fines de los sesenta hasta 2018. Parte temprana de su obra se incluye en la muestra Radical Women: Latin American Art 1960-1985, exhibición que ocupa las salas del centro de arte feminista del Brooklyn Museum. Y gracias a la recepción de esa muestra, Vicuña fue invitada a dialogar con la colección de textiles de ese museo y con la colección de quipús del Museum of Fine Arts de Boston para crear Dissapeared Quipu. A esas exhibiciones se suma la muestra La india contaminada en la galería Lehmann-Maupin de Nueva York y Palabrarmas en el Neubauer Collegium for Culture and Society en la Universidad de Chicago. Es cierto: su obra que vincula literatura, memoria y arte visual nunca ha dejado de publicarse ni de inspirar líneas en revistas académicas; tampoco ha quedado fuera del circuito editorial y de exposiciones en Chile; pronto, se incluirá en la serie de entrevistas que Elianna Kan realiza para The Paris Review. Incluso, mientras escribo esta nota, veo el video en que la mamá de Vicuña recibe, a nombre suyo, el Premio a la Trayectoria Pablo Neruda en el Festival de Poesía La Chascona. Aun así, Vicuña siente una deuda desde Chile y que se vincula con los contenidos, temas, formas y obsesiones de su obra.
En los años ochenta, las artistas chilenas encontraron ese contexto a través del diálogo con las teóricas y las críticas culturales, que pensaban y nominaban prácticas tal vez disímiles, pero que, fusionadas, parecían dar el ritmo a la creación cultural de ese momento. Permitió, asimismo, que esas producciones pudieran ser nombradas por las generaciones que vinimos después. Pero hoy que los teóricos y la crítica que se crea en la academia es blanco en Chile tanto de los sectores conservadores (que ven como excesivo el entrenamiento en el pensar y argumentar) como de los sectores literarios más comerciales (de escritores que, igualmente conservadores aunque sin saberlo, participan apenas de un lenguaje complejo que requiere formas de lecturas diversas a las que nos entrena el mercado), pareciera que la tarea de dar contexto al lenguaje artístico inusitado recae, entre otras esferas, a la artista misma.
Las creadoras de densidades significantes como Cecilia Vicuña convierten su obra en una máquina productora de teoría que apunta a interrumpir cómo se concibe el arte, a desgranar la sociedad desde su diferencia. Cada una de esas obras debe crear su propia teoría (sobre los materiales, sobre el arte y también sobre el mundo público e íntimo), y requiere a un lector capaz de desgranar aquellos puntos para observar, al fin, las intervenciones que realiza en el campo del arte, de los cuerpos y la ciudadanía. Cuando ese lector llega, la obra está destinada a resonar. Así pues, la teoría que cruza la obra de Cecilia Vicuña de repente tiene nombre, comprensible bajo la nominación de la práctica descolonizadora que en este mismo momento tiene revolucionadas a las instituciones culturales en Estados Unidos y, sin ir más lejos, al mismo Brooklyn Museum donde Vicuña expone actualmente. Tal práctica no sólo instituye la importancia de representar conocimientos, formas de vida y envolventes invisibles para la racionalidad cultural imperial heredada de Europa, sino también de recuperar espacios y territorios que reconozcan la usurpación violenta en la que se basan nuestros órdenes sociales.
Hace unos días, el sábado 19 de abril, se abrió la exposición La india contaminada en la galería Lehmann-Maupin, situada en el acaudalado barrio de Chelsea en Nueva York. El mesón de entrada se pierde entre las grandes lianas teñidas de rosa y violeta que cuelgan desde el techo hasta el suelo de la primera sala. Ese “Quipu Viscera” resuena con la muestra Dissapeared Quipu que desde hacía dos días ocupaba una sala del primer piso del Brooklyn Museum. A diferencia de la galería, en el museo el quipú anudado está situado en la sala contigua a una con jarrones y cerámicas europeos como una intervención intencionadamente descolonizadora: las lanas y los nudos cuentan una historia-otra desde el alto techo de la construcción neoclásica hasta arrastrarse suavemente por el piso. Las lanas-cabello en Lehmann-Maupin, en cambio, están situadas sin nudos, como una introducción alternativa a los papeles entregados al entrar a la exposición La india contaminada. Esos cabellos, espejo de los de la artista, funcionan como una especie de cortina, de división entre esa calle cosmopolita y una obra que exige ser leída bajo el contexto decolonizador. Dibujos y videos que recrean el aspecto chamánico, ritualístico o artaudiano que Vicuña echa a andar en sus performances nos llevan a una sala contigua que contiene obras suyas de los 60 y 70. Sus objetos precarios, que antes ocuparon las costas de Concón arrastrados por las olas, están refabricados y montados sobre frágiles (precarios) palitos. Como en los sesenta, estos objetos definen una naturaleza-realidad que incluye tanto los restos de conchas y árboles, como el desperdicio humano, enhebrados en una sola envolvente. En ellos, la costa chilena se encuentra y revierte la neoyorquina.
Es en ese cruce cultural, histórico y comercial donde se gesta la explosión de la obra de Vicuña. En ese caso, ¿qué posibles diálogos existen entre el trabajo de Cecilia Vicuña y con sus coterráneos también residentes en Nueva York Alfredo Jaar o Catalina Parra, con los artistas de su generación que se quedaron en Chile o con las poetas latinoamericanas con las que coincide en su lectura? ¿Qué archivo posible existe ahí, qué posibilidad de futuro en la figura del vate que Cecilia Vicuña recupera y encarna en su obra? Mientras recorro los pasillos de la obra colectiva Radical Women, no puedo dejar de comparar la actualidad que de repente adquirió la obra de Vicuña con respecto a otras obras que inevitablemente se leen enquistadas en las circunstancias de su creación y en los lenguajes locales con que se crearon. Tal vez por ese desplazamiento, por ese constante sentimiento de Vicuña de “sentirse fuera” del circuito artístico chileno, su obra fue capaz de absorber y adoptar obsesiones que cruzan fronteras y hemisferios.