Aula voladora de Melocotón Grande. Biografía / Literatura nº 418
Anarquista y sevillano: el joven Borges, de Nicolás González Varela (El Viejo Topo 342-343, julio-agosto de 2016)
Hay un joven Borges muy diferente al que alcanzó la fama universal (a despecho de que increíblemente no le fuera concebido un merecidísimo Nobel). un Borges que callejeaba por Sevilla y gamberreaba con sus amigos ultraístas. Un Borges anarco-comunista.
“Yo me sentía sevillano…” confesaba un viejo y sincero Borges. Más o menos se conocen las vicisitudes de los Borges por el viejo continente. La familia se desplazó a Suiza (Ginebra) anhelando una cura para la creciente ceguera del padre. Como buenos bibliófilos, viajaba, acompañando a la familia, una buena muestra de la (gran) Literatura argentina: el Facundo de Sarmiento, las Siluetas militares de Eduardo Gutiérrez, los dos tomos de la Historia argentina de Vicente Fidel López, Amalia de Mármol, Prometeo y Cía de Eduardo Wilde, Rosas y su tiempo de Ramos Mejía, varios libros de poesía de Leopoldo Lugones y por supuesto el Martín Fierro de José Hernández, libro que Borges adolescente había seleccionado para llevar a bordo del barco cuando cruzaran el Atlántico. En Suiza Borges aprendió alemán, según él, con un diccionario y un libro de Heine: “Una vez que uno conoce el significado de [los poemas] ‘Nachtigall’, ‘Liebe’ y ‘Herz’, puede leer a Heine sin la ayuda de un diccionario”. Eligió ser enterrado allí. La familia quedó bloqueada por la “Gran Guerra” en Europa y cuando finalizó, noviembre de 1918, decidieron moverse hacia el sur para regresar a la Argentina. Primero se trasladaron, llegado el invierno de 1919, de Mallorca (vivieron en la aldea de Valldemosa), vía ferrocarril de Barcelona. Habían viajado a España, como Robert Graves en la misma época, porque era “hermosa y barata, y escasa de turistas”. Pudo estudiar latín con un cura y leer a Virgilio. De allí se trasladaron a Sevilla. Jorge Luis tenía muchos buenos recuerdos de la antigua Hispalis; en cambio Madrid le pareció una ciudad provinciana insoportable, “agria y adusta”. En la capital española, el joven Borges, un “rojinegro” admirador de la revolución rusa (entonces no se la reducía a “bolchevique” como en el mito moderno), seguía orgullosamente hablando con acento bien sevillano (bueno: el acento argentino y el sevillano se parecen). En su vejez, Borges bromeaba seriamente al reconocer que “yo hubiera querido ser andaluz. Lo que nunca habría querido es ser catalán: los odian en España y entre los franceses se nota enseguida que son impostores”
El motto existencial del joven Borges lo sintetizó en una carta de la época: “Leer mucho, arquitectar poemas sintéticos donde aún perduran los aceros, las banderas y las iluminaciones”. Los biógrafos coinciden en una cosa: su padre siempre promovió en el vástago un “anarquismo literario” y que en febrero de 1917 adhirió con entusiasmo y pasión a la caída del Zar y luego al octubre rojo. Borges devoró la obra de Max Stirner (según Feuerbach, “el escritor más genial y libre que he conocido”), simpatizando con la corriente anarco-sindicalista, que participó ampliamente en la revolución. Stirner lo llevó a Schopenhauer y acto seguido a Nietzsche, de quién sospechó que había plagiado algunas de sus tesis más temibles. Quizá el destino de El Único y su Propiedad, nos explique algunos comportamientos equívocos, reaccionarios o la metamorfosis ideológica del último Borges.
Marx escribió un furibundo “Anti-Stirner” que jamás se publicó: el capítulo “Sankt Max”, en ese manuscrito imposible maltitulado La ideología alemana. Stirner, era criticado como parte de la izquierda dogmática y representante del individualismo abstracto de los jóvenes hegelianos. A la abstracta antítesis entre “humano” y “único”, el joven Marx le contraponía la antítesis concreta e histórica de emancipación. No se trata de que “Yo” me desarrolle sino de liberarse de un modo determinado de desarrollo: el de la sociedad clasista, el de los seres humanos mediados por la relación del dinero. Por lo tanto, sólo los individuos que se desarrollan en un plano universal, unidos orgánicamente (organización), ya no los “Únicos” stirnerianos que se “utilizan”, se “devoran” o “consuman” mutuamente, pueden aspirar a emanciparse del dominio de las relaciones y la casualidad, al desarrollo de todas las facultades humanas. El problema de descender del mundo de los pensamientos al mundo real, dirá Marx, se convierte así en el problema de descender del lenguaje a la vida. El extremo egocentrismo de Stirner y su tendencia aristocratizante lo hacían muy incómodo en el canon progresista. Borges era un stirneriano vergonzante. Como Nietzsche, ocultó la influencia de Stirner por motivos idénticos: habría quedado desacreditado para siempre entre las personas formadas de todo el mundo si hubiera dejado notar algún tipo de simpatía por un burdo y desconsiderado Stirner, que hace alarde de un desnudo egoísmo y anarquismo, un individualismo extremo, que lo hizo un leproso en la historia del pensamiento.
Nada hay en su autobiografía, ni en sus hagiógrafos, nada en sus constantes autointerpretaciones de su obra y vida sobre la huella de la obra “más audaz y consecuente desde Hobbes” (Nietzsche). La primera estación genética fue su estadía en Suiza. Decía Borges que “yo viví cinco años en Ginebra en la época de la primera guerra mundial. La ciudad tenía en ese tiempo 120.000 habitantes; creo que había un comisario y dos vigilantes.” Ginebra (esa ciudad “hecha de garúas”) era un epicentro de la emigración revolucionaria de mediados del siglo XIX hasta la primera mitad del siglo XX (en realidad mucho antes: desde el Edicto de Nantes). Borges siempre decía que Ginebra era una de sus patrias. El erudito puede constatar una increíble coincidencia: la familia Borges vivió en la Rue Malagnou; en la misma calle, más al sur, en el Nº 29, vivió exiliado Lenin en 1895. La casa pertenecía a un émigré, Shujt, cuya hija era ahijada de Ulianov. Un compañero de militancia, V. D. Bonch-Bruévich (el mismo que decidió la construcción del macizo mausoleo de Ulianov), describe así el ambiente cultural ginebrino en el 1900: “Herzen, Bakunin, los partidarios de Karakózov, los populistas, los anarquistas, los adeptos a ‘Tierra y Libertad’, los de ‘La Voluntad del Pueblo’, los socialdemócratas y, finalmente, los bolcheviques, vivíamos tranquilamente en los libres cantones de la República Suiza”. Existe un bajorrelieve en la Torre de la place du Molard que representa al espíritu calvinista de tolerancia, con forma de una mujer que tiende la mano a un exiliado (“Geneve, Cité de Refuge”). En esa ciudad de refugiados políglotas (protestantes, garibaldinos, carbonarios, polacos independentistas, demócratas alemanes del ’48, comuneros parisinos…), de cafetines sociales (en el famoso ‘Café Treiber’ se cantó por primera vez las estrofas de la ‘Internacional’), de imprentas socialistas (en una pequeña tipografía cooperativa se imprimieron los materiales de la Iº Internacional), casas editoriales radicales (en la estrecha Rue de Lancy se editaba en ruso las obras de Marx y Engels) y bibliotecas públicas bien dotadas (“Ginebra tenía siempre a mano una biblioteca cómoda”, Lenindixit) Borges abrazó apasionadamente los ideales anarco-comunistas. Tantó amó esta Heimat que enfermo en Ginebra poco antes de su muerte, relata Alberto Manguel, pidió a Marguerite Yourcenar que fuera a ver el piso donde había vivido y que volviera para describirle su estado actual. Ella cumplió con el encargo, pero piadosamente omitió un detalle: ahora, cuando uno franqueaba el umbral, un inmenso espejo con marco de oro duplicaba al sorprendido visitante, de la cabeza a los pies. Yourcenar le ahorró a Borges esa angustiosa intrusión.
Este Borges llegaba de Ginebra, como recordaba su cuñado, “ebrio de Whitman, pertrechado de Stirner, secuente de Romain Rolland, habiendo visto de cerca el impulso de los expresionistas germánicos, especialmente de Ludwig Rubiner y de Whilhelm Klemm”,[2] declaraba sin pudor como mejor poeta alemán de la época al izquierdo-expresionista Johannes Becher, “quien supo rimar la gesta de la guerra y la revolución, compañero de Liebknecht, desde las barricadas de Berlín nos tiende sus poemas” (la revista Die Aktion, cuyos poemas tradujo Borges, era totalmente anarquizante) y al poco tiempo de instalarse en el victoriano “Hotel Cecil Oriente Sevilla” en la Plaza San Fernando (ahora Plaza Nueva, actualmente no existe), confiesa en sus Cartas del Fervor en enero de 1920: “he hecho aquí algunos amigos, unos tipos muy amables, poetas ultraístas… y con ellos mucho he noctambulado,… he vaciado copas, inspeccionado bailes de prostitutas, comido ‘churros’, jugado e incluso ganado en la ruleta, y anteayer por la noche he visto el amanecer que se abría en una tormenta de luz sobre el Guadalquivir y transformaba los vidrios del pequeño café donde estábamos en raras y espléndidas vidrieras de púrpura y azul pálido.” Ahí lo tenemos a Georgie, en los cafés de Triana de la calle Castilla o en las tabernas del Altozano, como se deja entrever en su texto “Paréntesis pasional” cuando relata “escalamos la larga cuesta hasta la Cervecería… La Cervecería es de un alto mirador. A mis pies vibran la Ciudad y las Montañas y el Río de Plata que Siete Puentes cicatrizan… Descendemos la cuesta y atravesando el Puente veo que la Noche siembra de Estrellas el Río”. Como dirá después, en Sevilla pudo sentir elpathos de Oriente, mejor incluso que en Granada o en Israel. Allí también sufrió de amor por una joven sevillana llamada Concepción Guerrero (“una niña andaluza muy linda”), a la que sus padres no le dejaban ver. El que fuera pretendiente de su hermana Norah y amigo íntimo de Jorge, Adriano del Valle (le dedicaría uno de sus poemas) relata el primer encuentro en Sevilla un 2 de mayo de 1919: “Una noche en la que di una conferencia literaria en el Centro de Estudios Teosóficos de Sevilla, conocí a Norah y su familia. Jorge Luis, su hermano, aparecía asomado a los grandes espejuelos de sus lentes de miope, como el que se asoma a esos espejos convexos donde todas las figuras se ven torturada, donde todas las figuras se ven jorobaditas bajo el dolor infinito de sus fealdades, de sus rasgos caricaturescos. Admirador fervoroso de Walth Whitman, también él parecía soportar sobre sus hombros inclinados todo el peso de los orbes líricos del viejo cantor americano. El doctor Borges, padre de Norah, fumaba su opio intelectual, comentaba a (Max) Stirner, traducía a Omar Kayán y nos hablaba de sus especulaciones filosóficas sobre pragmatismo y lógica matemática”.
Probablemente quien presentó a Borges y a su hermana Norah a los poetas de la revista Grecia fue un joven argentino de paso por Sevilla y ocasional colaborador, el rosarino Manuel Forcada Cabanellas. Por cierto, visitaba los hermanos Borges, casi a diario, a la redacción en la calle Amparo, 20, en el centro histórico sevillano, hoy una terrestre copistería en la que figura un típico azulejo andaluz que referencia históricamente el sitio. La revista vanguardista crecía exponencialmente; de 5.000 ejemplares quincenales, pasó a 10.000 y ahora salía cada diez días; otro avance es que ahora se distribuía por toda España. En un curioso libro de recuerdos, De la vida literaria, habla de la tertulia que solían mantener con los hermanos Borges, en un penumbroso salón del hotel Cecil –“reposteros de cerámica sevillana y macetas de aspidistras y claveles junto a las sillas de anea”, como describe el poeta sevillano Abelardo Linares- Adriano del Valle, Isaac del Vando y él mismo. Forcada Cabanellas recuerda que “por aquellos mismos tiempos -año 1919- apareció por feliz azar en el incomparable vergel sevillano un inquieto viajero argentino sediento de abarcar el mundo con su mirada escrutadora. Era un joven que aún no representaba veinte años y que, después de una larga gira por distintos países europeos, llegaba de Alemania, Suiza y Mallorca con el espíritu pletórico de luminosas imágenes y precoces afanes renovadores, sólidamente pertrechado de una vasta cultura, impropia para su mocedad.” Y Cabanellas continuaba señalando que “este flamante amigo no era otro que Jorge Luis Borges, que no obstante su excesiva juventud tenía aspecto desgarbado por el peso que ya soportaba: llevaba las faltriqueras bien repletas de aires nostálgicos y propicios de los voluptuosos lagos ginebrinos y de enfadosa carraspera de filósofos y poetas sajones, amén de un copioso lastre filológico que lo ligaba a las cuatro ventanas del mundo.”
Los ultraístas sevillanos se congregaban cada vez más asiduamente en el hotel de los Borges en la Plaza Nueva: “El candente sol de Andalucía y los cielos de las fulgurantes noches sevillanas se adentraron sin pausa en el sensitivo espíritu porteño de ‘Georgie’ -como le llamábamos a Jorge Luis Borges en Sevilla, siguiendo la costumbre de sus familiares, de quienes heredó su exquisito temperamento- reteniéndolo la sensual tierra becqueriana en sus ineludibles candentes entrañas varios meses. Con Adriano del Valle y Vando Villar iba yo con frecuencia al hotel –que creo recordar era el ‘Cécil’, ubicado en la amplia y cuadrada plaza de San Fernando- en el cual se hospedaba Borges. En el hall del hotel, exornado con primorosas lámparas, cerámicas y tiestos sevillanos con claveles reventones, pasamos muchas tardes y veladas, cuyas tertulias inolvidables matizábanse con lecturas líricas, generalmente a cargo del admirable declamador oficial Adriano del Valle. En aquellas lecturas se alternaba con poemas de diversas tendencias estéticas para así complacer a la entonces adolescente hermana de ‘Georgi’ (sic), la actual fina artista Norah Borges de Torre…, que gustaba rematar por igual los finales de Apollinaire y Max Jacob, como los de Rubén, Nervo o Verlaine, con su deliciosa y característica exclamación argentina: ‘¡Oh, qué lindo, qué lindo!’”, recuerda Forcada Cabanellas. En cuanto a su novel poesía, rememora que “furtivamente, temeroso de ser sorprendido en cualquier instante, creaba Borges en las floridas plazas, apuñaladas de ardientes pasiones moriscas, de la ciudad, o por los rincones anegados de silenciosas penumbras soñolientas de su hotel, sus primigenias inquietudes líricas vanguardistas. Un día –ya que actuábamos desde tiempo atrás, complotados con sus familiares, de cautelosos pesquisas- logramos arrancarle un hermoso poema –‘Canción al mar’ (sic)- el que publicó Vando-Villar en la revista Grecia, desflorando así su incontenible y valioso estro lírico en Sevilla”.
Sevilla tenía una intensa y politizada vida literaria, muchas vanguardias, revistas, “un generoso estilo de vida oral, esa atmósfera de reuniones literarias y de cafés, donde la literatura aparecía viva de una manera llamativa; una atmósfera que nunca había existido en Argentina”, rememoraba Borges. El que fuera su primer maestro literario, Cansinos-Asséns, dijo del Jorge Luis Borges ultraísta que “gustó sin marearse del mosto nuevo”, aludiendo a la ecuanimidad de su entusiasmo. Ramón Gómez de la Serna nos lo muestra en su retrato de aquellos tumultuosos días sevillanos como “huraño, remoto, indócil, sólo de vez en cuando soltaba una poesía, que era pájaro exótico y de lujo en los cielos del día”. En lo literario Sevilla parecía anclada en el tiempo. Los escritores más representativos del Olimpo oficial seguían siendo Francisco Muñoz y Pabón, (¡canónigo de la catedral!), novelista costumbrista y por supuesto un prócer hispalense, Luis Montoto, el que fuera amigo de Menéndez y Pelayo y del marqués de Jerez de los Caballeros, patriarca de las letras hispalenses y erudito local con ribetes de polígrafo. Una de las aventuras ultraístas preferidas (de la que participaba Borges) era apedrear la casa de Luis Montoto, toda una declaración de principios estéticos. Nos vuelve a ayudar el testimonio de Forcada Cabanellas: “volvían íntimamente satisfechos de apedrear la casa y destrozar la rancia biblioteca del Cronista Oficial de la Ciudad, el entonces anciano poeta Luis Montoto y Rantenstrauch”. Es sintomático que durante la etapa sevillana, tanto la revista Greciacomo la Gran Guignol, dirigida por Manuel Calvo Ochoa, fueron receptoras de los trabajos literarios no solo de Jorge Luis y su hermana Norah sino además del padre, Jorge Guillermo Borges.
La característica más original de la historia de España contemporánea y de Andalucía, en particular, quizá resida en el extraordinario desarrollo del anarcosindicalismo, desde los principios de su difusión (1868) hasta finales de la guerra civil (1939). Cuando Borges pisa el barrio de Santa Cruz, los afiliados de la CNT sólo en la región catalana (incluida Mallorca) ascienden a 400.000; el congreso de Madrid (1919) representa ya a 800.000 sindicados; en 1920 serán un millón. En Sevilla confirmó su pasión política y literaria: publicó su primer poema y conoció a quien consideró su primer maestro: Rafael Cansinos-Assens. El Borges que llegó a la Argentina repudió silenciosamente su pasado “anarco-comunista” y su fervor soviético se ensombreció con la represión de los antiguos aliados anarco-comunistas despúes de los juicios populares y el motín popular de Kronstadt. La etapa sevillana quedó reprimida bajo la etiqueta implacbale de “equívoco ultraísta”. Su evolución política equívoca quizá lleve oculta, como un gusano enroscado, las propias contradicciones de “Sankt Max” y explica su lenta evolución hacia un anarquismo aristocrático (al estilo, salvando las diferencias, de Ernst Jünger). Pero detengámonos en el tiempo y disfrutemos de este sevillano por adopción: el poema anarco “Rusia” (con ilustraciones de su hermana) fue publicado, como no, en la revista sevillana Grecia, uniendo la técnica ultraísta (metáforas plásticas, concisión, imágenes creadas), con ritmos whitmanianos y el fervoroso anarcomunismo:
“Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres
y el sol crucificado en los ponientes
se pluraliza en la vocinglería
de las torres del Kremlin
El mar vendrá nadando a esos ejércitos
que envolverán sus torsos
en todas las praderas del continente
En el cuerno salvaje de un arco iris
clamaremos su gesta
bayonetas
que portan en la punta las mañanas”