Los valientes duermen solos nº 1066
Une simple historie (1957), de Marcel Hanoun
«Para Hanoun, como para Kubelka, lo único que puede pasar de verdad en una sala de cine es que la película se rompa. Justo es en ese umbral de ruptura, frente al abismo que se vislumbra en el desajuste entre palabras e imágenes, donde se desarrolla Une simple histoire, y de ese estar al borde del rompimiento, en el precario equilibrio entre el in y el off, participan sus materiales, que terminan como adornados de la pureza de un blanco y negro de corte onírico que se fijan para siempre en nuestra memoria. Y es que, “en el país de la sincronía, escribía Hanoun, todas las imágenes son grises”.» Los valientes duermen solos, miércoles 25 de diciembre de 2019.
La historia, efectivamente, es simple: una mujer joven y su hija pequeña llegan a París con 9.300 francos de patrimonio y los van poco a poco perdiendo entre pensiones y alimentación básica hasta verse obligadas, una infausta noche, a dormir al raso. A la mañana siguiente, una señora que las había espiado desde su domicilio las recoge y las invita a su casa; después de acomodarlas allí, se marcha a trabajar. La manera en la que Marcel Hanoun, que debutaba en el largometraje con esta Une simple histoire(1958-59) justo antes de la irrupción de la nouvelle vague –marcando a algunos de los jóvenes turcos–, trasciende este fait divers de página de sucesos en una sinfonía formal inagotable sigue apareciendo como uno de los hitos más apabullantes de la modernidad, uno, lejos de disidencias superficiales y coyunturales, que tiene que ver con la puesta en práctica del intenso y original pensamiento de cine que Hanoun fue desvelando a lo largo de su vida.
Se antoja difícil no recurrir a su admirado Bresson al enfrentarse a esta película, tan ajustado y polifónico se organiza –en igualdad de importancia– su ejército de fragmentos (voces in y off, gestos, planos, transiciones, fundidos, luces, sombras), y muchos, como Godard en el momento de su estreno, ya advirtieron las similitudes entre ambos cineastas incluso más allá de aspectos formales, pues, como la del preso bressoniano desde la literalidad de su propio título (Un condenado a muerte se ha escapado, 1956), la representación de esta confesión de madre (la fugaz actriz Micheline Bezançon, casi tan magnética como María Casares) carecía de suspense. Al abrirse por su desenlace, por ese last minute rescue que protagoniza la determinante señora que ampara a madre e hija con la marcial firmeza de la gente buena, y narrarse en flashback, la historia de esta “condenada a vivir” (Godard) permitía atender a la vibración de sus materiales, incluso al regodeo en su potencial de implicaciones elípticas, ya que el círculo nunca se cerraba y no regresábamos en ningún punto del metraje al hogar de acogida desde el que se rememora la peripecia.