Aula voladora de Melocotón Grande. Feminismo nº409
Rainer Maria Rilke – Lou Andreas Salomé. Correspondecia, prólogo de Pierre Klossowski. Traducción de José M.ª Fouce (Olañeta, Mallorca, 2004)
A lo largo de su correspondencia con Rilke, Lou Andreas-Salomé ejerció una cura de alma sobre el poeta, convencida de que las fuerzas oscuras de la persona constituían la única fuente tanto de «Curación» como de creación del poeta. Lou trata de convertirse en mediadora entre el alma deprimida del poeta y las angustias que regularmente le confiesa en sus horas de esterilidad, y así aparece esencialmente como la intérprete tanto de esas fuerzas oscuras como de las primeras interpretaciones que da el mismo poeta. «Yo sentía entonces, y hoy lo sé, que precisamente en la infinita realidad que te rodeaba residía para mí el hecho más profundo de aquellos tiempos de entrega, inefablemente buenos y grandes; la experiencia nueva que recogí entonces en cien lugares a la vez se desprendía de la realidad que eras tú. Nunca, en mis tímidos tanteos, había sentido tanto lo existente, había creído tanto en lo presente, ni había intuido tanto lo inminente; tú eras lo contrario de la duda y me dabas testimonio de que todo lo que tocas, lo que alcanzas y lo que miras es. El mundo perdió para mí su carácter nebuloso, ese fluido hacerse y deshacerse que era el tono y la pobreza de mis primeros versos; las cosas eran, los animales se diferenciaban, las flores vivían; aprendí la sencillez, aprendí, lenta y penosamente, lo sencillo que es todo y maduré hablando de cosas sencillas. Y todo esto ocurrió porque te encontré a ti cuando corría por vez primera el peligro de entregarme a lo abstracto.» «Si durante años fui tu mujer es porque tú fuiste para mí la primera realidad, cuerpo y ser en una unidad indivisible, una prueba irrebatible de la vida misma. Textualmente, hubiera podido decirte lo mismo que tú dijiste al declararme tu amor: “Sólo tú eres realidad”. Por eso fuimos esposos antes que amigos y si nos hicimos amigos no fue por elección nuestra, sino por unas nupcias contraídas íntimamente. No éramos dos mitades que buscaban complementarse, éramos un todo que, de pronto, sorprendido, se reconoció como tal. Y fuimos como hermanos, pero hermanos de tiempos pasados, de cuando el matrimonio entre hermanos no era pecado». Conquistó a los hombres más notables de la época, entre ellos Nietszche, Freud y Rilke, para romperles el corazón después. La intelectual Rusa fue una mujer liberal en su tiempo. Seductora, fría y distante cultivó su obra que a su muerte fue quemada por la Gestapo. Lou Andreas-Salomé se instaló en el mundo como vestal de una secta en la que sólo oficiaban hombres de una inteligencia regida a partes iguales por la gracia y el espanto. Ejerció un magnetismo incombustible que fluctuaba entre la gimnasia de la libertad, el talento que arde en todas direcciones y un feminismo creativo desde el que estableció un código propio que sumaba a su belleza de ángulos fuertes un atractivo sólo para degustadores del abismo. Lou Andreas-Salomé fue una mujer detonante, capaz de enamorar lanzando mensajes subliminales a sus víctimas: «¿Estás dispuesto a dejarte romper por dentro?». Y la profecía nunca fallaba. Repartió su adolescencia entre lecturas de filosofía y el amor a un predicador. Nació en San Petersburgo el 12 de febrero de 1861. El padre era general de los ejércitos del zar Alejandro II y su madre decidió entregar la vida a su familia y a Dios (aunque no necesariamente en este orden), sin otra ambición que la de aplicar descargas de virtud en su pollada. Lou era la niña de la tribu (los otros cuatro eran chicos) y la única que rompió las costuras de aquel pabellón de perfecciones para encaramarse a una independencia de la que hizo vida y labor propias. Una de sus grandes hazañas intelectuales fue enamorar a filósofos, músicos, catedráticos, curas y poetas sin distinción. Pero antes de todo eso, recibió una exquisita educación con el moño levemente desgreñado y fue acoplándose al placer de una soledad que sería aleta caudal de su biografía de loba esteparia rodeada de gente. En la adolescencia dio señales de rebeldía y comenzó a estudiar la obra de escritores y filósofos con una fiebre hormonada de lecturas insólitas para una muchachita de 15 años. En ese tiempo aparece el hombre que estrenaría su cava sentimental, el predicador holandés Henrik Gillot, casado y con dos hijos, con quien descubrió a Descartes, Pascal, Voltaire o Rousseau y comenzó a estudiar la historia de las religiones a la vez que la admiración fue alimentando un erotismo mutuo trabajado a la luz de una palmatoria. Al bueno de Gillot le sucedió lo que iba a ser norma entre los admiradores de Lou: la tensión de enamorarse en balde hasta convertir a la moza en el exvoto de una pasión irrefrenable. El predicador le ofreció matrimonio, lo que inauguró una práctica que ella atajaría algunas veces más con una fórmula infalible para preservar su libertad: desaparecer dejando a su paso un rastro de frustración platónica y a los pretendientes medio locos. Cumplido el sacrificio con el primer venado, la madre alejó a Lou de San Petersburgo en dirección a la universidad de Zúrich. Allí, la vestal comenzó a dar cuenta de su singularísimo atavío intelectual con el impulso de quien viene a llevarse la vida por delante. Sin perder la seducción, estaba siempre donde había que estar alimentando un vapor de soledad que la alejaba en la misma proporción en que aumentaba el deseo de los otros. Comenzó a escribir textos rebeldes y sintió el primer arañazo de salud. En 1881 viajó con su madre a Italia para visitar a la escritora Malwida von Meysenbug, miembro destacado del círculo íntimo de Wagner. Aquella expedición supuso el bautismo de fuego de Lou Andreas-Salomé. Tenía 21 años. Su apetito libertario comenzó a tomar forma en Roma y se afianzó cuando Meysenbug trianguló una tarde inflamable y perfecta sentando en el mismo canapé al filósofo Friedrich Nietzsche y al escritor y ludópata Paul Rée flanqueando a Lou. Aquel encuentro desató la ansiedad de los tres protagonistas, que traficaban por entonces con una admiración desbordada por Schopenhauer y una vocación extrema de ateísmo. Los dos amigos entraron en éxtasis y uno y otro cumplieron con el rito del enamorado pidiendo la mano de la joven. Para mantener el amor a raya, Lou Andreas-Salomé los convenció de que la boda era una traición a su hermandad filosófica y resolvió el jeroglífico proponiendo la instauración de una comuna donde los tres vivirían fieramente mezclados. Pero los amantes eran tercos y la belleza de aquella mujer tenía las credenciales del fuego. La convivencia era imposible con tanta testosterona descoyuntada apuntando a una misma diana. Aquel polvorín tenía que saltar por los aires. Y en un golpe de manos algo trilero, Rée traicionó a Nietzsche apartando a Lou de las garras del filósofo, que ya cultivaba un bigote de morsa y una inquietante propensión al delirio. La huida dejó a Nietzsche devastado, pisando la dudosa luz de la locura. Reé y Lou marcharon Leipzig, donde continuaron con el pacto de convivencia cinco años más, hasta que el éxito de ella con el libro En lucha con Dios generó unos celos de gran calibre que degeneraron hasta la separación y la ruptura. Pero para la deseadísima Lou, por aquello tampoco merecía la pena sufrir más de la cuenta. La muerte de su amante la condujo a Freud y su psicoanálisis. La vida de Lou Andreas-Salomé tiene ya esa excitación de quien sabe ser un oscuro objeto de deseo sin necesidad de establecer dependencias. Los amantes se suceden, el reconocimiento intelectual crece y en un inesperado quiebro, se casa en 1887 con Friedrich Carl Andreas, un adusto catedrático de lenguas orientales y experto iranista. El matrimonio, renqueante desde el primer día, duró hasta la muerte del viejo profesor en 1930. Pero nunca se consumó. Y es que el mismo año de la boda se cruza en el camino un joven poeta checo de 22 años, Rainer Maria Rilke, consumado coleccionista de princesas. Rilke y Lou tienen la misma forma de amar y entre ambos se establece una complicidad llena de entusiasmos, sexo, viajes, convivencia furtiva, desapariciones y fascinación mutua. Ninguno salió ileso del laberinto mental del otro. Ninguno se sobrevivió emocionalmente y aceptaron ofrecerse en sacrificio como la más alta ofrenda mutua. Podrían haber funcionado juntos, pero el poeta falleció en 1926 de una leucemia aunque dejando su marca de agua en el agitado corazón libertario de la filósofa, que ya coqueteaba con Freud y con el psicoanálisis, indistintamente. Lou Andreas-Salomé tenía algo de barco ebrio que doblaba sin esfuerzo el cabo de todos los peligros. Pocas mujeres en su tiempo acumularon tal ajuar de libertad sin someterse al cuestionario moral de los otros. En 1902, al conocer la noticia de que Paul Rée se había suicidado en el lugar donde ella lo rechazó por última vez, entra en barrena con una crisis mental para la que sólo encuentra alivio en la consulta del doctor Pineles, que pasa a ser su psiquiatra de cabecera, su psicoanalista de urgencia, su confesor y su amante. De aquella relación quedó rastro en un ensayo valiente, El erotismo. Para entonces, Lou había escrito también poemas y más de 10 novelas. Un final tranquilo y solitario tras las tormentas del pasado. En los 25 años que siguen, Lou Andreas-Salomé, tan andrógina, tan incalculable, tan fascinadora, se entregó al psicoanálisis con una vocación anfetamínica y tomando a Freud como único dios verdadero. Sus estudios eran el pienso de centenares de alevines con ambición de diván y curiosos del agujero negro de la mente. Pero ella, ya de retirada, le había perdido el gusto a ser el centro de todas las admiraciones. Tenía la despensa colmada de corazones desgarrados. Había sido pretendida por los mejores hombres de su tiempo. Había sumado a su cama un convoy de amantes fastuoso. A la vida ya no le exigía más que silencio. Retirada en Göttingen, el nazismo comenzó a gangrenar Alemania y ella resistió los embates de la Gestapo con una autoridad de eremita incapacitada para el miedo. El cáncer la atacó por dentro y la soledad, esta vez sí, por fuera. Aceptó sin resignación el fin de su gloria. Y a los 75 años, en 1937, encontró la muerte por uremia. Unos días después de que le dieran sepultura, un puñado de rottweilers de la Gestapo pegó fuego a su biblioteca, quizá en venganza por su resistencia. Pero para entonces, Lou Andreas-Salomé (rebelde, moderna, deseada, extraña e indomable) era una diosa ignífuga.